FINAL DE EDUARDO LIBRE NO IRÁ AL PARAÍSO por Arturo Robsy
TERCERA PARTE
LA SABIDURÍA DE E. LIBRE
Contada por un gran amigo
JUSTIFICACION
Eran las nueve y media de agosto o, para ser precisos, de una noche del mes de agosto. Felipe, Jorge, Eduardo y yo acabábamos de salir del gimnasio, de una sesión de karate en la que el profesor nos había demostrado, de palabra y de obra, cuánto nos faltaba para llegar a maestros.
Aceptablemente apaleados, decidimos llegar hasta una playa cercana a procurarnos cualquier anestésico en vaso para combatir los dolores físicos y morales y, de paso, disfrutar del clima, de la flora y de la fauna.
Eduardo Libre era entonces -y aún se mantiene la circunstancia- el mayor de los cuatro y, por lo tanto, el experto. Además, después de hora y media de karate se sentía por encima de las pasiones humanas o, mejor dicho, por debajo de los mínimos exigibles para cualquier hazaña.
Nos estábamos en la barra, rodeados de cerveza casi por todas partes, cuando llegaron dos inglesitas, jovencísimas aunque perfectamente terminadas para la dura competencia de la especie. Felipe y Jorge sintieron pronto el magnetismo y, cuando vieron que ocupaban una mesa solas, saltaron hacia ellas entre cánticos de victoria y ruidos de la selva.
Las muchachas, que sin duda habían oído hablar de los latin lovers y otras especies en extinción, les acogieron, se dejaron invitar y mantuvieron una penosa conversación chapurreada.
A distancia, Eduardo vigilaba la técnica de mis amigos. Bah! Todo se reducía a ¿de dónde eres?, ¿cuándo has llegado?, ¿qué estudias? y ¿te gusta España? Se me escapaba cómo pensaban seducir a las chicas con semejante conversación.
Gracias a la distancia -y, quizá, a la cerveza que seguía rodeándonos- observé que las extranjeras estaban repletas hasta los bordes de los mismos pensamientos que mis amigos: cuatro personas, como aquel que dice, pero una sola idea: ¿Cómo hacer para tener una aventurita?
Como yo, gracias al karate, había dejado atrás toda humana ambición, concluí mis observaciones con una sonrisa de suficiencia y me puse a pensar en algunos graves misterios de la vida. ¿Por qué, por ejemplo, las personas que quieren lo mismo , y lo saben, en lugar de manifestarlo a las claras, se ponen a hablar del tiempo? ¿Un exceso de lecturas de Agatha Christie?
Quince minutos después se acercó Felipe a Eduardo: había constatado -o lo que él hiciera creyendo que constataba- que las cosas no iban bien. Habían pegado la hebra, pero más allá no sabían ir. Felipe acudía por si el maestro, que era el mayor, tenía alguna sugerencia que mejorara la situación.
-Muérdele la oreja. -dijo Libre, cediendo a una inspiración transitoria.
-¿A cuál?
-A la morena que no lleva pendientes, no sea que te partas un diente. Arriba, no; en el lóbulo.
Sin embargo, su ocasional alumno no estuvo a la altura. Avanzó varias veces hacia el objetivo. En una de ellas hasta abrió la boca, pero acababa siempre retirándose hasta sus posiciones anteriores . Estaba claro que le fallaba el valor.
Diez minutos más, durante los que Felipe sufrió bailando entre el sí y el no, y se nos acercó:
-No me sale. -gimió.
-Es bien fácil: pones la boca a la distancia oportuna y muerdes. Si el pelo te estorba la maniobra, lo apartas delicadamente con una mano.
Felipe, a aquellas alturas, dudaba ya de mi capacidad como profesor. Dudaba mucho.
-Es más fácil decirlo que hacerlo.
Aunque seguía por encima de las pasiones humanas, Eduardo decidió actuar para demostrar la verdad de sus tesis y para preservar su fama de cualquier mácula. Había que descubrir a la humanidad que el camino para llegar a aquella inglesita morena pasaba por el mordisco en la oreja.
-My friend Edward. -dijo Felipe, mostrándolo.
Sonrió a su víctima, se sentó a su lado y preguntó si alguien quería volver a beber: la cortesía exigía no morder sin antes convidar. Después dirigió sus ojos a los de la chica y puso la mirada más ardiente que encontró en el almacén. Luego, ante la expectación de mis amigos, pronunció unas sentidas palabras:
-Tienes el cuello muy bonito.
-Gracias.
Apartó el pelo que rodeaba su oreja derecha y, con una sonrisa de triunfo, se la mordió. La muchacha, sorprendida o no, se estuvo quieta, sin alborotar . Volvió a morder, aprovechando las facilidades y, para demostrar su éxito, repartió unos cuantos besos aquí y allá.
Mis amigos tomaron buena nota y, después de llevar a las chicas a sus casas y citarse con ellas, me expresaron su admiración:
-Qué tío! Lo que sabe Eduardo.
¿Y si de verdad sabía algo?, me dije. ¿No sería una lástima que estos conocimientos se perdieran para las generaciones futuras? Así es como nació el proyecto de este libro de enseñanza y, como hombre agradecido, guardo un recuerdo para la oreja de una desconocida que jamás volví a ver.
Cuando llegó la hora de la siguiente cita, mis amigos partieron como un viento del norte: silbando.
-¿No vienes?- dijero a E. Libre
-Tres entre dos. -advirtió- Id vosotros.
Por la mañana supe que las cosas habían ido relativamente bien y que, más o menos, estaban emparejados para los próximos doce días.
-Fulanita -dijo Felipe- no ha dejado de preguntar por ti, Eduardo. Fulanita es la de la oreja.
Y siguió preguntando por él hasta que tomó el avión para su Patria. Seguramente fui el primer hombre que le mordió la oreja. Nunca se sabe qué puede hacer mella en el espíritu de una mujer pero, sin duda, los mordiscos en la oreja son una poderosa herramienta.
NOTA BENE
Cada maestrillo tiene su librillo y cada sinvergüenza su Enciclopedia Espasa. Aquí vamos a hablar de una clase de sinvergüenzas, los conquistadores con o sin éxito, incluidos en el viejo arquetipo español del Don Juan. No hablaremos de otros más peligrosos, del ladrón al falsario, ni de los canallas que pegan a las mujeres o las explotan, ni de los locos que se dejan pegar por ellas, ni de la enorme variedad de depravados en cuya fabricación parece estar especializándose nuestra codiciosa sociedad.
Los sinvergüenzas objeto de este estudio, al lado de tantos otros, son unas almas de la caridad y, salvo en algunos aspectos, unos caballeros, amantes admiradores de la belleza y algo obsesivos cazadores de la mujer. Claro que la caza de la mujer sólo es el paso obligado para cumplir con el mandato bíblico: creced y multiplicaos.
Ah, la multiplicación! Una de las operaciones que más tinta ha hecho correr y que más ha entretenido al ser humano hasta el invento y difusión de la televisión. Millones de años después de descubrirse la multiplicación de la especie, sigue teniendo atractivo.
¿Quién no ha visto, en las proximidades de alguna playa mediterránea, a una rubita conduciendo una vespa rosa y ha pensado «Señor, señor»? Pues el sinvergüenza del que tratamos es el que no piensa «Señor, señor». El va y actúa.
¿QUÉ ES LA MUJER?
Un poeta tendría mucho qué decir si se le diera la oportunidad con esta pregunta. También un tocólogo y, sin duda, muchos recién casados se desatarían en cánticos, inspirados por la ceguera temporal de su situación.
Pero para llegar a ser un sinvergüenza aceptable hay que rechazar los cantos de sirena y, siempre que la configuración psicológica lo permita, atenerse a la más estricta realidad. Por ejemplo, a todos nos consta que las mujeres tienen alma, pero, ¿qué puede hacer un sinvergüenza con el alma de una mujer? ¿Ponerla en una repisa y contemplarla?
Tome nota el aprendiz: Eche un velo sobre el alma de la mujer.
Una poderosa corriente de opinión insiste en la inteligencia de la mujer. Es temible. Cuando come una manzana -señala la corriente- se las arregla para que alguien la coma con ella. Cuando decide que su marido se tire por la ventana, apunta el tópico, lo mejor es vivir en una planta baja.
Pero, ¿qué puede hacer un sinvergüenza, aun uno modesto como E. Libre, con la inteligencia de una mujer? ¿Pasarse la vida suministrándole libros que la alimenten? ¿Emplearla como contable? ¿Y eso no sería una condenada forma de desaprovechar a la mujer en cuestión?
En otras palabras: el sinvergüenza, si tal es su capricho, puede reconocer el alma y la inteligencia de la mujer, especialmente para descubrirlas a tiempo y resguardarse. Pero el sinvergüenza debe abstenerse de ver a la mujer bajo ese aspecto y, como ya se ha dicho, debe limitarse a lo más material de la persona: a cuanto se puede tocar o palpar.
Digan lo que digan algunas feministas embravecidas, una mujer es un ser maravilloso que puede distinguirse por su rostro lampiño y suave, por sus cabellos largos, en muchos casos teñidos, por su cuello delgado sin nuez y, navegando de norte a sur ojo avizor, por un sinfín de detalles que, tras una severa inspección, no dejarán lugar a dudas.
Para los más distraídos, he aquí una regla de oro: es el ser más parecido al hombre de los que se ven en la naturaleza. Anda erguido, aunque con una ondulación muy peculiar, y habla. Habla mucho y la opinión más extendida es que lo hace para expresar pensamientos.
Por lo demás, Dios ha puesto en ella el don más poderoso de la tierra: la belleza. Cierto que hay mujeres feas, pero nunca tanto como un hombre.
PSICOLOGÍA Y OROGRAFÍA
a) PSICOLOGÍA
Muchos varones darían un brazo por desentrañar la psicología de la mujer; unos con fines estrictamente científicos y otros, los más, con intenciones lúdicas. Ojo: lúdico y lúbrico se parecen, pero no son lo mismo.
Al aprendiz de sinvergüenza -me confesó Eduardo- le conviene saber que cada mujer es distinta pero, en conjunto, son muy parecidas entre sí. Su anatomía les impone unas pautas de conducta, y sus glándulas, otras. Como todas tienen anatomía y glándulas, de ahí las semejanzas.
Si uno persiste en ver a una mujer como a un individuo aislado, alguien llamado María o Sandra, jamás entenderá su alma. El aprendiz de sinvergüenza debe sacar factor común y atender solamente a la psicología que todas comparten.
Por ejemplo: ¿Qué es lo que hace que las mujeres lleven faldas? El convencimiento de que sus piernas son atractivas.
Pero, entonces, ¿qué es lo que les induce a vestir pantalones? Lo mismo: el convencimiento de que sus muslos o sus caderas merecen especial atención.
Ya tenemos uno de los rasgos característicos de la psicología de la mujer: la intención, consciente o inconsciente, de captar la atención tanto de los hombres como de las otras mujeres. En otras palabras: la mujer lucha por diferenciarse como individuo, pero para diferenciarse, curiosamente, resalta lo común a todas las mujeres: su especial estructura mortal .
El futuro sinvergüenza no debe caer en esta trampa. Una mujer es siempre una mujer. No debe meterse en ningún otro vericueto psicoanalítico: a todos los efectos, sólo le interesa saber si sí o si no.
NOTA ERUDITA
Si el sinvergüenza en ciernes quiere, sin embargo, una visión más seria, le conviene saber que, según JUNG, muchas mujeres pertenecen al tipo INTROVERTIDO SENTIMENTAL
¿Qué es eso? Pues personas con los siguientes rasgos: es dificilísimo captar sus sentimientos, aunque los tienen. Una esfinge: cerrada, silenciosa e inaccesible. Todo en ella se desarrolla en lo profundo. Lleva una máscara de indiferencia y sus actos suelen obedecer a emociones cuidadosamente ocultas. Parece tranquila y poco desconfiada. Despierta simpatías, sobre todo cuando enseña los muslos. Ninguna emoción se manifiesta al exterior, pero su interior hierve en pasiones.
Pero, cuidado. Dos aclaraciones: no todas las mujeres son así y, por supuesto, las que lo son, lo son mientras no cogen confianza con el hombre. Luego sí se le manifiestan. Y con exigencias.
LO FUNDAMENTAL
Lo fundamental de habernos asomado al pensamiento de un tipo tan prestigioso como Jung estriba en tomar buena nota de algo muy común a todas las mujeres: Son sentimentales. Usan y abusan de la imaginación y, hagan lo que hagan, son muy capaces de tener media mente, o tres cuartos, absorta en sus fantasías. No exteriorizan sus verdaderos sentimientos ni sus deseos ocultos (sobre todo al hombre) y hierven en pasiones, pero en el interior.
El sinvergüenza debe apañárselas para sacar fuera esas pasiones y ver qué puede hacer con ellas.
MUCHOS METODOS DE CLASIFICACION
Al llegar aquí, el estudioso de sinvergüenza ya habrá descubierto, con horror, que la cosa es difícil y quizá esté pensando en cómo echar en un diván de psiquiatra a cada señora para, en tal posición, escarbar en su mente. Cuidado: si a una señora tumbada en un diván se le intenta escarbar la mente, suele ofenderse: ella muy probablemente haya consentido en tomar tal posición bajo otras expectativas.
A la mujer, como se ve, se la puede clasificar siguiendo multitud de criterios. Rubias , morenas y pelirrojas, por ejemplo. Los exigentes pueden añadir un cuarto grupo: el de las castañas. El hombre normal suele tener su tipo ideal y en él ocupa lugar preeminente el color del pelo, la capa. Pero el buen sinvergüenza, si quiere triunfar en su difícil empeño, debe olvidarse de ideales y arquetipos.
Rubias, morenas, castañas y pelirrojas, todas son mujeres y no es justo discriminar. Discriminar conduce al enamoramiento y un enamorado no puede ejercer de sinvergüenza hasta que se le pase.
Mejor es, pues, dividir a las mujeres en guapas y feas. Descartadas las feas, las guapas pueden ser delgadas o llenitas, altas o bajas, simpáticas o ariscas.
Todas las guapas saben que lo son, y muchas feas también: «Sí, sí, la nariz, pero, ¿qué me dices de estos ojazos?»
Pero, aunque sepan de sobra cuanto se pueda saber sobre su propia belleza, no tienen jamás reparos en que se lo comuniquen como descubrimiento reciente. La única objeción puede venir de cómo se les indique lo guapas que son, pues no es lo mismo exclamar con voz enronquecida y con los ojos fijos en sus pupilas:
-Cielos, qué hermosa eres!
que darle un azote y gritar:
-Qué buena estás, cordera! o cualquier otra muestra de populismo romántico.
EL MEJOR
Suponiendo que el aprendiz de sinvergüenza sepa distinguir entre guapas y feas por sus propios medios, de la psicología de las guapas sólo le interesa una cosa: Sí o No. Existen las mujeres que sí y existen las mujeres que no.
Es obvio dedicarse a las que sí y dejar en la reserva a las que no, hasta que se haya adquirido experiencia. A la larga, el sinvergüenza bien entrenado prefiere cometer sus sinvergonzonerías con las mujeres que no, ya para ir superando los retos de la naturaleza, ya para recrearse en lo difícil.
Porque todas las mujeres son que sí, salvo que exista un verdadero impedimento físico, como haber perdido la mitad del cuerpo o estar enfundada en una sólida escayola. Este hecho, conocido de antiguo por los expertos, se basa en que la mujer es también un ser humano, sexuado y sometido a las idas y venidas de la sangre, a la primavera y a la imaginación.
Por prudencia, y por un mínimo de moral que el buen sinvergüenza debe conservar para ser distinguible de los buitres, hay que descartar a las mujeres menores de 16 y mayores de 70 y, por supuesto, a las casadas.
Pero, ¿y si las casadas no le descartan a uno?, puede decir el aprendiz, impaciente.
Valor, mucho valor. Apretar los dientes y sufrir como un hombre. Ultimamente parece haber descendido el número de crímenes pasionales cometidos por maridos con la mosca detrás de la oreja, pero siguen existiendo.
-¿Y si me arriesgo a todo? -puede insistir el novicio de sinvergüenza.
Mire: el marido tarda, pero siempre se acaba enterando. Y, si no, la mujer se encarga de advertírselo en muchos casos. Para fastidiarle a él y a usted. A las mujeres, en lo más hondo de su silenciosa imaginación, les encanta que los hombres luchen por ellas. Es la voz de la selva. Queda usted advertido.
NO TENGA REPAROS
Otro tipo de aprendices, con menos osadía, pueden sentir la sensación de asomarse a un abismo: son muchos años de respetar al ser humano y otros tantos de admirar la belleza femenina, tan rotunda y, a veces, tan sutil, casi espíritu.
¿Cómo puedo ser tan cínico? ¿Cómo puedo hacerme a la idea de que tanto da una como otra?
Llegado aquí, pregúntese si tiene vocación de hombre enamorado. Si, por el contrario, sólo es enamoradizo, olvide sus reparos. ¿No ha oído jamás a una mujer decir «todos los hombres son iguales»? No es cierto, pero casi todas lo creen. También les habrá oído eso de que «los hombres sólo pensáis en lo mismo». Ellas, más, pero a su estilo.
Así que métase esto en la cabeza: no hay mujer que pueda ser engañada en las artes amorosas en este Siglo XX- Cambalache. Consienten porque quieren. El buen sinvergüenza sólo hace una cosa: darles la oportunidad que ellas han imaginado mil veces.
b) OROGRAFÍA
Ya comprenderá que no se habla de verdadera orografía, pero la mujer es, además, un símbolo, la tierra nutricia, y, como tal, tiene accidentes naturales: colinas, valles, desfiladeros y hasta terremotos y volcanes. La forma en que tales accidentes están distribuidos es lo que anima la actividad.
Para despejar el terreno, hágase una pregunta íntima: ¿Qué parte de la mujer mira primero? ¿La cara? ¿El pecho? Si viste pantalones, ¿el pubis, por así decir? No venga ahora con melindres: usted lo sabe y tiene más de un noventa por ciento de probabilidades de mirar, precisamente, el dichoso pubis.
¿Por qué? Porque ahí reside una poderosa diferencia, ¿no? Una misteriosa diferencia, además.
Tranquilícese: la mujer mira también en la misma dirección, aunque usted no lo vea. Es muy difícil averiguar si una señora mira o no, salvo en el caso de que ella quiera que usted lo sepa.
Parece ser que la especie humana, frente a otras que prefieren el olfato a pesar de ser más engorrosa la maniobra, lanza periódica y automáticamente miradas de reconocimiento. Los individuos, involuntariamente, necesitan saber si lo que viene es macho o hembra para actuar de un modo u otro. Para tal descubrimiento, el punto clave es el pubis, como decíamos: una prueba irrefutable hasta hace pocos años. Si las dudas persisten, se explora el pecho . Vivimos en una permanente búsqueda de señales sexuales y ni los más avezados sinvergüenzas escapan por las buenas al método natural.
Pero deben hacerlo. A lo largo de los milenios no hay parte propia que la mujer no haya enseñado u ocultado celosamente, siempre con el proyecto de captar la atención del macho cazador.
En esta época tan especial, la mujer tiende a enseñarlo todo para que cada cual saque sus conclusiones sobre la mercancía. Y, en el fondo, cuanto más se desnuda una mujer, más se oculta en el interior de su cuerpo, donde es fama que halla compañía en sus pasiones profundas y en su imaginación. La desnudez pública no deja de ser un vestido más (vaya al Anexo I ), una forma de emitir perturbadoras señales sexuales que llamen la atención de los más receptivos. Luego, nada, claro: el desnudo es un vestido psicológico.
Dentro de pocos años, las mismas que ahora se pasean -en verano- vestidas de brisa, pueden ir cubiertas del cuello a los tobillos y pasar el tiempo criticando la desvergüenza de las más jóvenes. Pero en ningún caso por motivos morales, como tampoco se exhiben hoy por pura inmoralidad. El sinvergüenza debe sacar de todo esto una simple observación: todo en la mujer es relativo, incluidos el amor y el desamor.
Sólo hay una parte que la mujer jamás ha cubierto: los ojos, las puertas del alma. Cierto que el alma femenina no le sirve para nada al sinvergüenza, pero los ojos, sí. Es muy probable -pero no seguro- que la mujer- tipo piense que los ojos son su parte más elevada y espiritual, donde residen y se exhiben su ingenio y sus sentimientos más hermosos.
De hecho, los enmarca, los colorea, los resalta para atraer sobre ellos las miradas. Pese a todo, sabe perfectamente dónde van los primeros golpes de vista varoniles: unos cuatro palmos más abajo.
Pues bien: el buen sinvergüenza, en contra de su arraigado instinto, no debe mirar donde todos y sí a los ojos de la mujer, a uno y a otro, haciéndolo, además, con intensidad no exenta de lujuria. Ha de usar una mirada que se parezca lo más posible a esta frase: Te miro a los ojos con la misma intención que te miraría el pubis, por así decir, porque tus ojos son más reveladores aún y están más desnudos. Si esto sucede en una playa nudista, el efecto es aún más halagador para la señora o señorita.
De toda la extensa orografía a la que venimos haciendo referencia, la mirada al ojo produce excelentes dividendos porque dispara la imaginación latente de la hembra, capaz de haber construido una novela de amor, serie X, tres pasos después de haberse cruzado con el sinvergüenza experto en miradas que abrasan.
De todos modos, la mujer puede agradecer, con rubor o sin él, que se la mire en cualquier zona y más en aquellas de las que se siente orgullosa, que son, normalmente, las que más hace resaltar con su atuendo o su maquillaje. Si lleva el pelo largo y suelto, se trata del pelo; si luce grandes pendientes, las orejitas; si lleva escote, el cuello y el pecho; si enseña la barriga, la cintura o el ombligo. Ante la duda, mirar todo varias veces, dejando claro que se disfruta con intensidad en tanto queda uno sumido en la admiración.
ALGO MÁS INTENSO AÚN QUE LA MIRADA
La mirada puede transmitir una intensa radiación erótica y convertirse en una especie de semáforo que indique a la mujer que, de desearlo, puede satisfacer su imaginación oculta con el centro emisor, siempre que la mirada no sea sumisa ni de carácter estético, sino un catálogo de emociones fuertes, cuanto más primarias , mejor.
Pero hasta las miradas más ardientes palidecen ante los potentes efectos de la palabra, que es cosa mucho más íntima. Tras mirar los ojos femeninos, nada mejor que hablar de ellos a la propietaria, evitando, eso sí, las preguntas metafísicas tales como ¿de dónde te has sacado esos ojazos?
-Qué ojos tan maravillosos!
-Qué color tan increíble!
-Qué luz!
No tenga reparos. Una mujer normal es capaz de creer que tiene cualquier cosa en los ojos y, según sea la cosa esa, decidir que el hombre que se la ve está un par de palmos por encima de la inteligencia de un asesor de imagen o del mismo Herr Einstein .
No lo olvide el aprendiz: la palabra, usada para descubrir la orografía femenina, es mucho más íntima que la mirada, y profundamente excitante. No importa la exageración. Nunca se exagera lo bastante:
-Es como si tuvieras un sol en cada ojo.
Se lo creen sin dificultad o, al menos, piensan que nos han sacudido tan fuerte con los ojos en cuestión que desvariamos por su causa.
-Tus ojos son como una sala azul con cortinas blancas.
No tema: todo vale.
-Me asomo a tus ojos y veo un mundo nuevo y misterioso.
Y, si quiere probar que la exageración es lo indicado, añada:
-Con árboles y pájaros cantando.
No le llevarán la contraria.
Con la palabra aplicada a la orografía femenina se pueden hacer diabluras. Cualquier lugar, recóndito o insignificante, puede convertirse en un poema: un lunar, el lóbulo de la oreja, los dientes, las pestañas, la pelusilla blanquecina del cogote, la punta de la nariz, el arco de la ceja.
Para que la palabra ejerza su máximo influjo hay que suministrarla acompañada con el sentimiento que el accidente orográfico causa en el corazón del hablante:
-Me asomo a tus ojos y veo un mundo nuevo y misterioso, con árboles y pájaros cantando. -atiendan a la segunda parte- Y siento una sensación profunda.
Puede que el sinvergüenza no sepa lo que es una sensación profunda, pero la homenajeada, sí. Lo importante para ella es que hace sentir.
Si las palabras comunican secretos, mejor que mejor:
-No se lo he dicho a nadie, pero las orejas de una mujer son como rosas, como flores.
Diga cualquier cosa de la frente, del flequillo, del mentón, pero no en público: hay que evitar las carcajadas de los otros varones. Cuente que conoce a las personas por las manos y que ella las tiene sensibles, precisas, de artista, aunque sean bastas. Una confesión sobre las manos nunca deja de causar efectos sorprendentes e íntimos.
Si ella, humilde, le comunica un profundo defecto, como que las tiene frías o calientes, niéguelo a toda costa y afirme que así le gustan más.
-Frías como el alba.
-Tibias como el mediodía.
Un buen sinvergüenza no ha de tener complejos. Al contrario, cuando haga un tratamiento vocal, a base de palabras escogidas, recale en los lugares más débiles de la estructura femenina. Convierta un ojo lloroso en un ojo brillante y sensible a la luz; diga algo inspirado de las puntas de la nariz frías y enrojecidas, como que prestan a su propietaria un aire de niña inocente: cuela siempre. Llame esbeltas a las piernas delgadas. No ceje y llame turgentes a los muslos gordos. Del pecho pequeño, afirme que la medida homologada le exige caber en una mano; del generoso diga que, según Aristóteles, la esfera es la figura más perfecta.
EN RESUMIDAS CUENTAS:
La orografía femenina, aunque dispuesta según los mismos planos, puede tener apariencias muy diversas en tamaño, forma, tacto y proporción, pero un sinvergüenza avezado sabe decir exactamente lo mismo de los elementos y protuberancias más distintos: qué pelo tan luminoso, qué cuello tan misterioso, que pecho tan atractivo.
REGLA DE ORO
Hacer un croquis discreto, pero encomiástico, del territorio de una mujer cualquiera abre muchas puertas, si es que uno cuida de olvidar el realismo viril. Nada de palabras como culos, tetas, barriga: caderas, pechos o senos, vientre... Otras, aún más directas, no las use nunca, aunque tenga el objeto a la vista .
El buen sinvergüenza ha de ser capaz de acostarse con una mujer sin que en ningún momento este hecho se refleje en su conversación. Si se ve forzado a hacer mención de ciertas maniobras, insista en que está buscando su alma: salva las apariencias:
-Busco tu alma para poseerte entera.
Signifique lo que signifique, hace su efecto. Y no es que las mujeres se lo crean todo, no. Pruebe a decirles que esta o aquella son perfectas y verá. Lo que sucede es que se creen casi todo lo maravilloso que se dice de ellas. Por dos razones:
A).- Ya lo han pensado antes.
B).- Ante la duda, creen que le han sorbido el seso y que las palabras del varón son hijas de la pasión.
Ignoran , las pobres, que el varón, una vez apasionado, gruñe en lugar de perder el tiempo hablando.
CÓMO ELEGIR PIEZA
Impuestos ya sobre lo que es la mujer y los tipos que resultan de su catalogación científica, el sinvergüenza aprendiz tiene que plantearse una pregunta clave: ¿Cómo elegir a la víctima?
Muchos hombres afortunados nacen con un instinto extraordinariamente preciso. Hay quien, sin estudios especializados, es capaz de entrar en un salón atestado de señoras y, tras una mirada panorámica, decir «aquella» con un margen de error del 0,1 por cien. Es un don.
O, mejor, un aspecto poco estudiado de la inteligencia práctica. Porque lo cierto es que la mujer, como los semáforos, se pasa el tiempo emitiendo una completa y complicada tanda de señales. Luz roja, ámbar y verde. Lo malo es que, a veces, emite rojo y verde a la vez, o ámbar y verde, y el éxito depende entonces del instinto .
En principio, la mujer aislada es más accesible que en grupo. Varias mujeres juntas descorazonan al hombre más curtido, pues le consta lo sarcásticas y escatológicas que pueden llegar a ser entre ellas. En pandilla, hasta las más tiernas se atreven a todo.
A todo. Recuerdo, como una amarga experiencia, la tarde en que pasé por delante de tres jóvenes estudiantes de COU. Silbaron a mi paso y una me dijo, con voz clara y precisa: Vaya carroza interesante! Así me gustan a mí!
Enrojecí en el acto mientras notaba la garganta seca y atenazada por una mano negra. Pero los hombres, lejos de buscar consuelo en las lágrimas, damos la cara al peligro y nos enfrentamos a lo difícil con una sonrisa.
Giré sobre mis talones, retrocedí hasta las chicas que me contemplaban zumbonas, y cogí el toro por los cuernos:
-¿Quién quiere tomarse una cocacola conmigo y hablar con un carroza?
Las tres, y muy contentas.
La mujer emite con los ojos, con la postura, con el movimiento y hasta con la evitación de mirar al que debe recibir el mensaje; pero nunca, nunca, con la palabra. Las palabras tiene que pronunciarlas el hombre para que ella se de el gustazo de fingir que decide cuando lo ha hecho ya. Antes de que el hombre tome alguna medida de aproximación, ella sabe si sí o si no .
Salvo en el caso de los muy expertos, el sinvergüenza normal debe evitar entrar en tratos con políticas o politizadas, con feministas (ir al Anexo II ), con casadas y con devoradoras de hombres, por los riesgos que implican y por la pérdida de libertad que suponen.
En general, el hombre maduro, de 35 a 45 años, tendrá más éxito con las jóvenes, mientras que el hombre joven lo tendrá con mujeres mayores que él: por lo visto la naturaleza trata de compensar las diferencias. También es un hecho que, tanto al hombre como a la mujer, a medida que envejecen, les gustan los antagonistas más jóvenes.
Otra norma que debe tenerse presente a la hora de elegir es que la mujer nunca, nunca, es lo que parece. Y nunca se porta tan bien con el hombre como al principio, durante el galanteo. Por eso el buen sinvergüenza, empeñado en cortar la flor del día, debe hacer lo posible para mantenerse siempre en esa fase insegura y hermosa.
Y tener siempre bien presente que es en ella cuando mayor peligro de enamorarse de verdad se corre: nada despierta tanto el amor como tratar con una persona que nos ama o lo parece: es muy contagioso.
A pesar de saber que la mujer nunca es lo que parece, el hombre tiene que fiarse de sus observaciones, y aquí surge el gran drama masculino: cada hombre tiene una especie de hado que le lleva una y otra vez hacia mujeres del mismo tipo, con las que puede pasarse la vida repitiendo una historia semejante.
El record de estas coincidencias, en contra del azar y de la voluntad, lo tiene un conocido que sólo, sólo, ha tenido que ver con mujeres cuyo nombre empezaba por «e». Naturalmente, antes de abordarlas él ignoraba esta circunstancia, pero por alguna extraña razón sólo se aproximaba a las es. De este modo, su vida ha sido un continuo ir y venir persiguiendo a Evas, Elviras, Esperanzas, Emmas, Elisas, Elenas... Es el hado que mencionábamos antes.
Hay quien sólo consigue morenas o sólo pelirrojas . Pero, en general, estos casos extremos, tan volcados en un sólo detalle, no suelen darse, y la maldición masculina consiste en el tipo psicológico de las mujeres a las que uno se hace adicto.
Es algo relacionado con las afinidades electivas. Sólo una clase de mujeres reacciona ante el particular encanto o método de cada hombre. Si sirve la experiencia, E.Libre no tiene reparo alguno en confesar que es víctima de las mujeres pensativas, bastante complicadas, algo intelectuales y cargadas de complejos. No necesita compasión, pero para él los amoríos no han sido un lecho de rosas.
Tan pronto como hay por las cercanías una mujer con la costumbre de bajar los ojos con aire pudoroso, meditabunda, algo tímida o retraída, ahí está él echándole los tejos: no puede resistirse al hado. Y es que sabe cómo llegar a su fibra sensible : es como un instinto.
Sin embargo, las que le gustan de verdad son las alegres y dicharacheras; las que nunca han leído ni a Sartre ni a Camus ni murmuran versos de Miguel Hernández o de Lorca en cuanto te descuidas; las que prefieren las comedias a las tragedias y, en general, aparentan tener menos sesos que un chorlito. Le gustan las coquetas zalameras, vanidosas, que piensan mucho en cómo agradar; superficiales, ligeras y despreocupadas. Pero ese tipo de mujer no se le da.
Cualquier aprendiz de sinvergüenza que se haya colgado las primeras dos piezas sabrá muy bien la clase de hado que tiene que soportar para el resto de sus días. Como si fuera un personaje de Esquilo, más le vale no intentar oponerse al destino y hacer lo que los dioses del amor han decidido que haga, o retirarse de la circulación haciendo penitencia en el matrimonio.
Una vez que sepa qué tipo de mujer es el único sensible a sus peculiaridades, debe tener una clara visión de los grados de dificultad con que se va a encontrar.
Psicológicamente no puede hablarse con razón de señoras más fáciles o más difíciles, salvo en casos extremos de furor uterino. Quienes deciden el comportamiento suelen ser las circunstancias; y las más favorables para los fines del sinvergüenza coinciden en una verdad indiscutible: la mujer que vive sola, lejos de la familia, sin controles diarios.
En este apartado pueden incluirse las divorciadas. Estas, además de vivir solas, están hechas, mal o bien, a la vida en pareja y, aunque hayan tenido motivos muy respetables para separarse, su humana naturaleza les hace mirar la cama vacía con bastante frustración.
No se pretende decir que todas las divorciadas sean fáciles, sino que muchas divorciadas pueden ser trabajadas con un alto porcentaje de éxitos, si el sinvergüenza practicante sabe jugar sus cartas.
Otras mujeres que viven solas pueden ser estudiantes lejos del hogar, funcionarias jóvenes trasladadas de aquí para allá... Su observación ha proporcionado al gremio un dato que no es anecdótico: un nivel cultural más elevado, lejos de poner en guardia a la mujer solitaria, la hace más vulnerable a las artimañas del sinvergüenza experto. A la experiencia diaria me atengo y al hecho de que la formación superior, al insistir más claramente en la igualdad de los sexos, desarma a la mujer frente a los razonamientos insidiosos del especialista. La cultura, como aquel que dice, es enemiga de la intuición.
Un buen cazador de señoras debe, antes de seleccionar su presa, conocer su estado civil, su profesión, sus circunstancias personales: si vive sola, con amigas o con la familia, o si ha sido abandonada recientemente. Debe observar meticulosamente sus costumbres en bares y cafeterías: la mujer que bebe, por ejemplo, se desinhibe que da gloria verla y, a poco que se pase en la dosis, experimenta unos calorcillos lascivos de los que se puede sacar partido.
Normalmente, es más fácil ser un sinvergüenza con la mujer que trabaja que con la que está en su hogar, porque las posibilidades son directamente proporcionales al número de horas que pasa en la calle, sometida a la excitante vida moderna.
La mujer que lee, por ejemplo, es más manipulable que la que no lee, suponiendo que sus lecturas sean novelas y no ensayos económicos: tiene una imaginación más receptiva. Lo mismo pasa con la mujer que trasnocha y, claro, con la mujer que ha tenido ya varias experiencias, por así decir.
Y la edad: cuanta más edad -dentro de unos límites- en las solteras, suele darse el caso de una mayor vocación hacia el acoso y derribo, antes de que se les vaya la juventud.
El que quiera la máxima dificultad para probar sus habilidades, que elija a una mujer joven, virgen, que viva en el domicilio paterno, que tenga que estar a las diez en casa, que posea elevados sentimientos religiosos y que sea conocida por su falta de imaginación.
Eduardo Libre, en su ya lejana juventud, pasó por una época en que la vanidad se le subió a la cabeza. Presumía de que no se le escapaba una viva, tal era la maestría alcanzada en la ejecución de sus perversos designios.
-Cualquiera. -solía decir en cuanto se mojaba los labios en sangría.
-¿Apuestas? -le respondieron una vez los testigos. Y el muy asno fue y apostó a ciegas.
Había una chica monísima en clase. Muy alegre, muy simpática y muy tierna, pero famosa por el modo que tenía de clavar los codos en quienes bailaban con ella y no pensaban en bailar. Todos, incluido Libre, habían intentado el asalto una y otra vez, siendo rechazados. Se despeñaban desde aquellas murallas.
Era virgen con toda seguridad. Muy joven, muy lista; buena matemática y, para colmo de desgracias, vivía con sus padres y no leía novelas de amor. Tampoco bebía ni fumaba. La novia perfecta, pero una verdadera desgracia para cualquier sinvergüenza.
-Esa. -le dijeron a Eduardo.
Hombre de temple, sonrió sin demostrar su profundo desánimo.
-Creí que me elegiríais a una fea, para fastidiarme. Pero me hacéis la cosa interesante con esta monada.
-Ya, ya.
Se pasó dos horas analizando la situación y proyectando arteros planes. Aún comprendiendo que estaba perdido no se rindió. Al contrario: fue en busca de la chica que, encima, se llamaba Inmaculada.
-Inma -le dijo-, me pasa esto y esto.
Le contó todo : su ligereza al pavonearse, su imprudencia al hablar después de beber sangría y cómo los amigos, convencidos de la dificultad absoluta, la habían elegido para la apuesta.
Ella se rió, porque era muy simpática y porque era halagador saber que tenía una fama tan limpia como el cristal.
-Todos te temen -siguió Eduardo, insidiosamente.- No ya los chicos del instituto y tus vecinos, sino los universitarios. Eres tan buena chica, tan imposible como plan, que procuran esquivarte.
-¿Sí? -dijo ella, no tan halagada.
-Claro. ¿Qué chico se va acercar a una muchacha como tú, sabiendo que no tiene ninguna esperanza?
-Tú lo has hecho. -respondió Inmaculada sin sonreír.
-Por una apuesta, pero me tocará pagarla como un caballero.
Ya hemos dicho que Inmaculada no era ninguna tonta y, como tenía talento para las matemáticas, razonaba con mucha lógica aunque sin comprender los abismos de la mente masculina:
-Entonces, ¿por qué has venido a contarme todo esto? Eduardo se felicitó en silencio por haber dedicado dos largas horas a la meditación:
-Yo ya sé que no te dejas ni coger de la mano, pero, aún así, se me ocurrió que a lo mejor querías burlarte de todos esos y fingir que salías conmigo.
-Si salgo contigo es que salgo contigo. -razonó Inma, implacable.
-Oh, mira: yo no pretendo que te enamores de mí ni mucho menos enamorarme yo de ti. Pero podríamos darlo a entender, para burlarles.
-¿Cuánto te has apostado?
-Cinco mil pesetas.
-Jesús!
Hay que advertir que hablamos de un tiempo pasado , no sólo mejor sino mucho más económico. Al cambio, aquellas cinco mil podían ser unas sesenta y cinco mil pesetas de hoy, lo que sigue siendo mucho para un estudiante que pasa poco tiempo en clase.
Tanto que Inma se apiadó:
-¿Qué tendría que hacer yo?
Desde el día siguiente los apostadores empezaron a encontrarse a Inma y a Eduardo en sus bares habituales, en su discoteca, bailando, en las calles usadas como paseo. Eduardo la recogía a la puerta del instituto y la devolvía, a la hora en punto, en la de su casa.
Por lo demás, era tan frío como un pez. Le hablaba de filosofía, o de deporte en ocasiones, pero, sobre todo, de otras chicas, tratando de demostrarle a Inma que ella era distinta y que no sólo la respetaba sino que no estaba dispuesto a ponerle un dedo encima.
La muchacha agradecía la delicadeza pero, como se sabía guapa y simpática, empezaba a preocuparse. De seguir así, asustando a los chicos que ya no se atrevían ni a aproximarse, veía venir una larga vida de soledad y aburrimiento.
-Si hubiera sido otra, ¿me hubieras contado lo de la apuesta o hubieras intentado conquistarme?
-Qué preguntas! -exclamó Eduardo, relamiéndose en silencio- Pero a ti no se te puede conquistar.
Ella enrojeció y se mantuvo en silencio durante un rato, analizando la situación sin duda.
-¿Por qué?
-Oh, bueno: tú no te fías de ningún chico. Y haces bien. No dejarías que te llevaran a los bancos oscuros ni que te dijeran tonterías sobre tus ojos mientras intentaban meterte mano.
Inma volvió a sus análisis, de los que salió fortalecida:
-Si no me llevas a esos bancos, ¿tus amigos se darán cuenta del truco? Algunos van por allí con otras, ¿no?
Se estuvieron hora y media en aquellos oscuros e inmorales asientos. Como Eduardo se mantenía quieto y silencioso, se aburrieron profundamente hasta que él señaló a una pareja que avanzaba:
-Es Ramón: un apostante.
Ella disimuladamente, bendijo a Ramón mientras Eduardo se aproximaba y pasaba un brazo por encima de sus hombros.
-Perdona. -se disculpó- Es lo habitual.
Puso la otra mano en la cintura femenina y aproximó su boca a la orejita:
-Así parecerá que te estoy besando.
Inma, herida, no se explicaba por qué aquel cretino desaprovechaba la ocasión de besarla de verdad. Eduardo, según decían las malas lenguas, no solía andarse con rodeos. ¿Carecía ella de sex-appeal? Quizá, porque tan pronto como Ramón y su pareja se perdieron en la noche, Eduardo soltó sus diferentes presas y se puso a mirar a las estrellas y a comentar los años luz que había entre la Tierra y la estrella Alfa de Centauro.
-Vuelve Ramón. -advirtió Inma al cabo.
Eduardo, con toda delicadeza, adoptó su posición de combate y murmuró al oído de la chica:
-Qué fastidio, ¿no?
-Sí. -dijo Inma, pero por otras razones.
Al dejarla a la puerta de su casa, Eduardo tuvo la humorada de recordar los acontecimientos del banco:
-Mira que si me hubiera querido aprovechar y te hubiera besado...
-¿Qué?
-Pues que ahora no querrías saber nada más de mí y perdería la apuesta.
Los amigos, seriamente preocupados al comprobar los avances que iba consiguiendo Eduardo, decidieron hacer trampas y contaron la historia de la apuesta a las chicas con las que salían, exigiéndoles discreción.
-Eduardo te está engañando. -le dijeron a Inma sus buenas amigas una hora después.- Ha apostado a que te conquistaba.
-¿Por qué me ha elegido a mí?
La amiga no perdió la oportunidad de echar unas gotitas de acíbar:
-Porque tienes fama de imposible.
-Pues Eduardo está muy bien. -se defendió Inma.
Los apostadores escucharon las noticias horrorizados: Eduardo estaba muy bien! Y lo decía aquella mujer fría después de saber que todo era un engaño. Miraron sus carteras con auténticos ojos de dolor.
-Ya están ahí. -dijo Inma aquella noche en el banco.- En cuanto les han dicho que no me ha afectado el chivatazo han venido a vigilar su inversión.
Eduardo adoptó su conocida posición de combate y notó que Inma se aproximaba más de lo estrictamente necesario.
Aceptablemente apaleados, decidimos llegar hasta una playa cercana a procurarnos cualquier anestésico en vaso para combatir los dolores físicos y morales y, de paso, disfrutar del clima, de la flora y de la fauna.
Eduardo Libre era entonces -y aún se mantiene la circunstancia- el mayor de los cuatro y, por lo tanto, el experto. Además, después de hora y media de karate se sentía por encima de las pasiones humanas o, mejor dicho, por debajo de los mínimos exigibles para cualquier hazaña.
Nos estábamos en la barra, rodeados de cerveza casi por todas partes, cuando llegaron dos inglesitas, jovencísimas aunque perfectamente terminadas para la dura competencia de la especie. Felipe y Jorge sintieron pronto el magnetismo y, cuando vieron que ocupaban una mesa solas, saltaron hacia ellas entre cánticos de victoria y ruidos de la selva.
Las muchachas, que sin duda habían oído hablar de los latin lovers y otras especies en extinción, les acogieron, se dejaron invitar y mantuvieron una penosa conversación chapurreada.
A distancia, Eduardo vigilaba la técnica de mis amigos. Bah! Todo se reducía a ¿de dónde eres?, ¿cuándo has llegado?, ¿qué estudias? y ¿te gusta España? Se me escapaba cómo pensaban seducir a las chicas con semejante conversación.
Gracias a la distancia -y, quizá, a la cerveza que seguía rodeándonos- observé que las extranjeras estaban repletas hasta los bordes de los mismos pensamientos que mis amigos: cuatro personas, como aquel que dice, pero una sola idea: ¿Cómo hacer para tener una aventurita?
Como yo, gracias al karate, había dejado atrás toda humana ambición, concluí mis observaciones con una sonrisa de suficiencia y me puse a pensar en algunos graves misterios de la vida. ¿Por qué, por ejemplo, las personas que quieren lo mismo , y lo saben, en lugar de manifestarlo a las claras, se ponen a hablar del tiempo? ¿Un exceso de lecturas de Agatha Christie?
Quince minutos después se acercó Felipe a Eduardo: había constatado -o lo que él hiciera creyendo que constataba- que las cosas no iban bien. Habían pegado la hebra, pero más allá no sabían ir. Felipe acudía por si el maestro, que era el mayor, tenía alguna sugerencia que mejorara la situación.
-Muérdele la oreja. -dijo Libre, cediendo a una inspiración transitoria.
-¿A cuál?
-A la morena que no lleva pendientes, no sea que te partas un diente. Arriba, no; en el lóbulo.
Sin embargo, su ocasional alumno no estuvo a la altura. Avanzó varias veces hacia el objetivo. En una de ellas hasta abrió la boca, pero acababa siempre retirándose hasta sus posiciones anteriores . Estaba claro que le fallaba el valor.
Diez minutos más, durante los que Felipe sufrió bailando entre el sí y el no, y se nos acercó:
-No me sale. -gimió.
-Es bien fácil: pones la boca a la distancia oportuna y muerdes. Si el pelo te estorba la maniobra, lo apartas delicadamente con una mano.
Felipe, a aquellas alturas, dudaba ya de mi capacidad como profesor. Dudaba mucho.
-Es más fácil decirlo que hacerlo.
Aunque seguía por encima de las pasiones humanas, Eduardo decidió actuar para demostrar la verdad de sus tesis y para preservar su fama de cualquier mácula. Había que descubrir a la humanidad que el camino para llegar a aquella inglesita morena pasaba por el mordisco en la oreja.
-My friend Edward. -dijo Felipe, mostrándolo.
Sonrió a su víctima, se sentó a su lado y preguntó si alguien quería volver a beber: la cortesía exigía no morder sin antes convidar. Después dirigió sus ojos a los de la chica y puso la mirada más ardiente que encontró en el almacén. Luego, ante la expectación de mis amigos, pronunció unas sentidas palabras:
-Tienes el cuello muy bonito.
-Gracias.
Apartó el pelo que rodeaba su oreja derecha y, con una sonrisa de triunfo, se la mordió. La muchacha, sorprendida o no, se estuvo quieta, sin alborotar . Volvió a morder, aprovechando las facilidades y, para demostrar su éxito, repartió unos cuantos besos aquí y allá.
Mis amigos tomaron buena nota y, después de llevar a las chicas a sus casas y citarse con ellas, me expresaron su admiración:
-Qué tío! Lo que sabe Eduardo.
¿Y si de verdad sabía algo?, me dije. ¿No sería una lástima que estos conocimientos se perdieran para las generaciones futuras? Así es como nació el proyecto de este libro de enseñanza y, como hombre agradecido, guardo un recuerdo para la oreja de una desconocida que jamás volví a ver.
Cuando llegó la hora de la siguiente cita, mis amigos partieron como un viento del norte: silbando.
-¿No vienes?- dijero a E. Libre
-Tres entre dos. -advirtió- Id vosotros.
Por la mañana supe que las cosas habían ido relativamente bien y que, más o menos, estaban emparejados para los próximos doce días.
-Fulanita -dijo Felipe- no ha dejado de preguntar por ti, Eduardo. Fulanita es la de la oreja.
Y siguió preguntando por él hasta que tomó el avión para su Patria. Seguramente fui el primer hombre que le mordió la oreja. Nunca se sabe qué puede hacer mella en el espíritu de una mujer pero, sin duda, los mordiscos en la oreja son una poderosa herramienta.
NOTA BENE
Cada maestrillo tiene su librillo y cada sinvergüenza su Enciclopedia Espasa. Aquí vamos a hablar de una clase de sinvergüenzas, los conquistadores con o sin éxito, incluidos en el viejo arquetipo español del Don Juan. No hablaremos de otros más peligrosos, del ladrón al falsario, ni de los canallas que pegan a las mujeres o las explotan, ni de los locos que se dejan pegar por ellas, ni de la enorme variedad de depravados en cuya fabricación parece estar especializándose nuestra codiciosa sociedad.
Los sinvergüenzas objeto de este estudio, al lado de tantos otros, son unas almas de la caridad y, salvo en algunos aspectos, unos caballeros, amantes admiradores de la belleza y algo obsesivos cazadores de la mujer. Claro que la caza de la mujer sólo es el paso obligado para cumplir con el mandato bíblico: creced y multiplicaos.
Ah, la multiplicación! Una de las operaciones que más tinta ha hecho correr y que más ha entretenido al ser humano hasta el invento y difusión de la televisión. Millones de años después de descubrirse la multiplicación de la especie, sigue teniendo atractivo.
¿Quién no ha visto, en las proximidades de alguna playa mediterránea, a una rubita conduciendo una vespa rosa y ha pensado «Señor, señor»? Pues el sinvergüenza del que tratamos es el que no piensa «Señor, señor». El va y actúa.
¿QUÉ ES LA MUJER?
Un poeta tendría mucho qué decir si se le diera la oportunidad con esta pregunta. También un tocólogo y, sin duda, muchos recién casados se desatarían en cánticos, inspirados por la ceguera temporal de su situación.
Pero para llegar a ser un sinvergüenza aceptable hay que rechazar los cantos de sirena y, siempre que la configuración psicológica lo permita, atenerse a la más estricta realidad. Por ejemplo, a todos nos consta que las mujeres tienen alma, pero, ¿qué puede hacer un sinvergüenza con el alma de una mujer? ¿Ponerla en una repisa y contemplarla?
Tome nota el aprendiz: Eche un velo sobre el alma de la mujer.
Una poderosa corriente de opinión insiste en la inteligencia de la mujer. Es temible. Cuando come una manzana -señala la corriente- se las arregla para que alguien la coma con ella. Cuando decide que su marido se tire por la ventana, apunta el tópico, lo mejor es vivir en una planta baja.
Pero, ¿qué puede hacer un sinvergüenza, aun uno modesto como E. Libre, con la inteligencia de una mujer? ¿Pasarse la vida suministrándole libros que la alimenten? ¿Emplearla como contable? ¿Y eso no sería una condenada forma de desaprovechar a la mujer en cuestión?
En otras palabras: el sinvergüenza, si tal es su capricho, puede reconocer el alma y la inteligencia de la mujer, especialmente para descubrirlas a tiempo y resguardarse. Pero el sinvergüenza debe abstenerse de ver a la mujer bajo ese aspecto y, como ya se ha dicho, debe limitarse a lo más material de la persona: a cuanto se puede tocar o palpar.
Digan lo que digan algunas feministas embravecidas, una mujer es un ser maravilloso que puede distinguirse por su rostro lampiño y suave, por sus cabellos largos, en muchos casos teñidos, por su cuello delgado sin nuez y, navegando de norte a sur ojo avizor, por un sinfín de detalles que, tras una severa inspección, no dejarán lugar a dudas.
Para los más distraídos, he aquí una regla de oro: es el ser más parecido al hombre de los que se ven en la naturaleza. Anda erguido, aunque con una ondulación muy peculiar, y habla. Habla mucho y la opinión más extendida es que lo hace para expresar pensamientos.
Por lo demás, Dios ha puesto en ella el don más poderoso de la tierra: la belleza. Cierto que hay mujeres feas, pero nunca tanto como un hombre.
PSICOLOGÍA Y OROGRAFÍA
a) PSICOLOGÍA
Muchos varones darían un brazo por desentrañar la psicología de la mujer; unos con fines estrictamente científicos y otros, los más, con intenciones lúdicas. Ojo: lúdico y lúbrico se parecen, pero no son lo mismo.
Al aprendiz de sinvergüenza -me confesó Eduardo- le conviene saber que cada mujer es distinta pero, en conjunto, son muy parecidas entre sí. Su anatomía les impone unas pautas de conducta, y sus glándulas, otras. Como todas tienen anatomía y glándulas, de ahí las semejanzas.
Si uno persiste en ver a una mujer como a un individuo aislado, alguien llamado María o Sandra, jamás entenderá su alma. El aprendiz de sinvergüenza debe sacar factor común y atender solamente a la psicología que todas comparten.
Por ejemplo: ¿Qué es lo que hace que las mujeres lleven faldas? El convencimiento de que sus piernas son atractivas.
Pero, entonces, ¿qué es lo que les induce a vestir pantalones? Lo mismo: el convencimiento de que sus muslos o sus caderas merecen especial atención.
Ya tenemos uno de los rasgos característicos de la psicología de la mujer: la intención, consciente o inconsciente, de captar la atención tanto de los hombres como de las otras mujeres. En otras palabras: la mujer lucha por diferenciarse como individuo, pero para diferenciarse, curiosamente, resalta lo común a todas las mujeres: su especial estructura mortal .
El futuro sinvergüenza no debe caer en esta trampa. Una mujer es siempre una mujer. No debe meterse en ningún otro vericueto psicoanalítico: a todos los efectos, sólo le interesa saber si sí o si no.
NOTA ERUDITA
Si el sinvergüenza en ciernes quiere, sin embargo, una visión más seria, le conviene saber que, según JUNG, muchas mujeres pertenecen al tipo INTROVERTIDO SENTIMENTAL
¿Qué es eso? Pues personas con los siguientes rasgos: es dificilísimo captar sus sentimientos, aunque los tienen. Una esfinge: cerrada, silenciosa e inaccesible. Todo en ella se desarrolla en lo profundo. Lleva una máscara de indiferencia y sus actos suelen obedecer a emociones cuidadosamente ocultas. Parece tranquila y poco desconfiada. Despierta simpatías, sobre todo cuando enseña los muslos. Ninguna emoción se manifiesta al exterior, pero su interior hierve en pasiones.
Pero, cuidado. Dos aclaraciones: no todas las mujeres son así y, por supuesto, las que lo son, lo son mientras no cogen confianza con el hombre. Luego sí se le manifiestan. Y con exigencias.
LO FUNDAMENTAL
Lo fundamental de habernos asomado al pensamiento de un tipo tan prestigioso como Jung estriba en tomar buena nota de algo muy común a todas las mujeres: Son sentimentales. Usan y abusan de la imaginación y, hagan lo que hagan, son muy capaces de tener media mente, o tres cuartos, absorta en sus fantasías. No exteriorizan sus verdaderos sentimientos ni sus deseos ocultos (sobre todo al hombre) y hierven en pasiones, pero en el interior.
El sinvergüenza debe apañárselas para sacar fuera esas pasiones y ver qué puede hacer con ellas.
MUCHOS METODOS DE CLASIFICACION
Al llegar aquí, el estudioso de sinvergüenza ya habrá descubierto, con horror, que la cosa es difícil y quizá esté pensando en cómo echar en un diván de psiquiatra a cada señora para, en tal posición, escarbar en su mente. Cuidado: si a una señora tumbada en un diván se le intenta escarbar la mente, suele ofenderse: ella muy probablemente haya consentido en tomar tal posición bajo otras expectativas.
A la mujer, como se ve, se la puede clasificar siguiendo multitud de criterios. Rubias , morenas y pelirrojas, por ejemplo. Los exigentes pueden añadir un cuarto grupo: el de las castañas. El hombre normal suele tener su tipo ideal y en él ocupa lugar preeminente el color del pelo, la capa. Pero el buen sinvergüenza, si quiere triunfar en su difícil empeño, debe olvidarse de ideales y arquetipos.
Rubias, morenas, castañas y pelirrojas, todas son mujeres y no es justo discriminar. Discriminar conduce al enamoramiento y un enamorado no puede ejercer de sinvergüenza hasta que se le pase.
Mejor es, pues, dividir a las mujeres en guapas y feas. Descartadas las feas, las guapas pueden ser delgadas o llenitas, altas o bajas, simpáticas o ariscas.
Todas las guapas saben que lo son, y muchas feas también: «Sí, sí, la nariz, pero, ¿qué me dices de estos ojazos?»
Pero, aunque sepan de sobra cuanto se pueda saber sobre su propia belleza, no tienen jamás reparos en que se lo comuniquen como descubrimiento reciente. La única objeción puede venir de cómo se les indique lo guapas que son, pues no es lo mismo exclamar con voz enronquecida y con los ojos fijos en sus pupilas:
-Cielos, qué hermosa eres!
que darle un azote y gritar:
-Qué buena estás, cordera! o cualquier otra muestra de populismo romántico.
EL MEJOR
Suponiendo que el aprendiz de sinvergüenza sepa distinguir entre guapas y feas por sus propios medios, de la psicología de las guapas sólo le interesa una cosa: Sí o No. Existen las mujeres que sí y existen las mujeres que no.
Es obvio dedicarse a las que sí y dejar en la reserva a las que no, hasta que se haya adquirido experiencia. A la larga, el sinvergüenza bien entrenado prefiere cometer sus sinvergonzonerías con las mujeres que no, ya para ir superando los retos de la naturaleza, ya para recrearse en lo difícil.
Porque todas las mujeres son que sí, salvo que exista un verdadero impedimento físico, como haber perdido la mitad del cuerpo o estar enfundada en una sólida escayola. Este hecho, conocido de antiguo por los expertos, se basa en que la mujer es también un ser humano, sexuado y sometido a las idas y venidas de la sangre, a la primavera y a la imaginación.
Por prudencia, y por un mínimo de moral que el buen sinvergüenza debe conservar para ser distinguible de los buitres, hay que descartar a las mujeres menores de 16 y mayores de 70 y, por supuesto, a las casadas.
Pero, ¿y si las casadas no le descartan a uno?, puede decir el aprendiz, impaciente.
Valor, mucho valor. Apretar los dientes y sufrir como un hombre. Ultimamente parece haber descendido el número de crímenes pasionales cometidos por maridos con la mosca detrás de la oreja, pero siguen existiendo.
-¿Y si me arriesgo a todo? -puede insistir el novicio de sinvergüenza.
Mire: el marido tarda, pero siempre se acaba enterando. Y, si no, la mujer se encarga de advertírselo en muchos casos. Para fastidiarle a él y a usted. A las mujeres, en lo más hondo de su silenciosa imaginación, les encanta que los hombres luchen por ellas. Es la voz de la selva. Queda usted advertido.
NO TENGA REPAROS
Otro tipo de aprendices, con menos osadía, pueden sentir la sensación de asomarse a un abismo: son muchos años de respetar al ser humano y otros tantos de admirar la belleza femenina, tan rotunda y, a veces, tan sutil, casi espíritu.
¿Cómo puedo ser tan cínico? ¿Cómo puedo hacerme a la idea de que tanto da una como otra?
Llegado aquí, pregúntese si tiene vocación de hombre enamorado. Si, por el contrario, sólo es enamoradizo, olvide sus reparos. ¿No ha oído jamás a una mujer decir «todos los hombres son iguales»? No es cierto, pero casi todas lo creen. También les habrá oído eso de que «los hombres sólo pensáis en lo mismo». Ellas, más, pero a su estilo.
Así que métase esto en la cabeza: no hay mujer que pueda ser engañada en las artes amorosas en este Siglo XX- Cambalache. Consienten porque quieren. El buen sinvergüenza sólo hace una cosa: darles la oportunidad que ellas han imaginado mil veces.
b) OROGRAFÍA
Ya comprenderá que no se habla de verdadera orografía, pero la mujer es, además, un símbolo, la tierra nutricia, y, como tal, tiene accidentes naturales: colinas, valles, desfiladeros y hasta terremotos y volcanes. La forma en que tales accidentes están distribuidos es lo que anima la actividad.
Para despejar el terreno, hágase una pregunta íntima: ¿Qué parte de la mujer mira primero? ¿La cara? ¿El pecho? Si viste pantalones, ¿el pubis, por así decir? No venga ahora con melindres: usted lo sabe y tiene más de un noventa por ciento de probabilidades de mirar, precisamente, el dichoso pubis.
¿Por qué? Porque ahí reside una poderosa diferencia, ¿no? Una misteriosa diferencia, además.
Tranquilícese: la mujer mira también en la misma dirección, aunque usted no lo vea. Es muy difícil averiguar si una señora mira o no, salvo en el caso de que ella quiera que usted lo sepa.
Parece ser que la especie humana, frente a otras que prefieren el olfato a pesar de ser más engorrosa la maniobra, lanza periódica y automáticamente miradas de reconocimiento. Los individuos, involuntariamente, necesitan saber si lo que viene es macho o hembra para actuar de un modo u otro. Para tal descubrimiento, el punto clave es el pubis, como decíamos: una prueba irrefutable hasta hace pocos años. Si las dudas persisten, se explora el pecho . Vivimos en una permanente búsqueda de señales sexuales y ni los más avezados sinvergüenzas escapan por las buenas al método natural.
Pero deben hacerlo. A lo largo de los milenios no hay parte propia que la mujer no haya enseñado u ocultado celosamente, siempre con el proyecto de captar la atención del macho cazador.
En esta época tan especial, la mujer tiende a enseñarlo todo para que cada cual saque sus conclusiones sobre la mercancía. Y, en el fondo, cuanto más se desnuda una mujer, más se oculta en el interior de su cuerpo, donde es fama que halla compañía en sus pasiones profundas y en su imaginación. La desnudez pública no deja de ser un vestido más (vaya al Anexo I ), una forma de emitir perturbadoras señales sexuales que llamen la atención de los más receptivos. Luego, nada, claro: el desnudo es un vestido psicológico.
Dentro de pocos años, las mismas que ahora se pasean -en verano- vestidas de brisa, pueden ir cubiertas del cuello a los tobillos y pasar el tiempo criticando la desvergüenza de las más jóvenes. Pero en ningún caso por motivos morales, como tampoco se exhiben hoy por pura inmoralidad. El sinvergüenza debe sacar de todo esto una simple observación: todo en la mujer es relativo, incluidos el amor y el desamor.
Sólo hay una parte que la mujer jamás ha cubierto: los ojos, las puertas del alma. Cierto que el alma femenina no le sirve para nada al sinvergüenza, pero los ojos, sí. Es muy probable -pero no seguro- que la mujer- tipo piense que los ojos son su parte más elevada y espiritual, donde residen y se exhiben su ingenio y sus sentimientos más hermosos.
De hecho, los enmarca, los colorea, los resalta para atraer sobre ellos las miradas. Pese a todo, sabe perfectamente dónde van los primeros golpes de vista varoniles: unos cuatro palmos más abajo.
Pues bien: el buen sinvergüenza, en contra de su arraigado instinto, no debe mirar donde todos y sí a los ojos de la mujer, a uno y a otro, haciéndolo, además, con intensidad no exenta de lujuria. Ha de usar una mirada que se parezca lo más posible a esta frase: Te miro a los ojos con la misma intención que te miraría el pubis, por así decir, porque tus ojos son más reveladores aún y están más desnudos. Si esto sucede en una playa nudista, el efecto es aún más halagador para la señora o señorita.
De toda la extensa orografía a la que venimos haciendo referencia, la mirada al ojo produce excelentes dividendos porque dispara la imaginación latente de la hembra, capaz de haber construido una novela de amor, serie X, tres pasos después de haberse cruzado con el sinvergüenza experto en miradas que abrasan.
De todos modos, la mujer puede agradecer, con rubor o sin él, que se la mire en cualquier zona y más en aquellas de las que se siente orgullosa, que son, normalmente, las que más hace resaltar con su atuendo o su maquillaje. Si lleva el pelo largo y suelto, se trata del pelo; si luce grandes pendientes, las orejitas; si lleva escote, el cuello y el pecho; si enseña la barriga, la cintura o el ombligo. Ante la duda, mirar todo varias veces, dejando claro que se disfruta con intensidad en tanto queda uno sumido en la admiración.
ALGO MÁS INTENSO AÚN QUE LA MIRADA
La mirada puede transmitir una intensa radiación erótica y convertirse en una especie de semáforo que indique a la mujer que, de desearlo, puede satisfacer su imaginación oculta con el centro emisor, siempre que la mirada no sea sumisa ni de carácter estético, sino un catálogo de emociones fuertes, cuanto más primarias , mejor.
Pero hasta las miradas más ardientes palidecen ante los potentes efectos de la palabra, que es cosa mucho más íntima. Tras mirar los ojos femeninos, nada mejor que hablar de ellos a la propietaria, evitando, eso sí, las preguntas metafísicas tales como ¿de dónde te has sacado esos ojazos?
-Qué ojos tan maravillosos!
-Qué color tan increíble!
-Qué luz!
No tenga reparos. Una mujer normal es capaz de creer que tiene cualquier cosa en los ojos y, según sea la cosa esa, decidir que el hombre que se la ve está un par de palmos por encima de la inteligencia de un asesor de imagen o del mismo Herr Einstein .
No lo olvide el aprendiz: la palabra, usada para descubrir la orografía femenina, es mucho más íntima que la mirada, y profundamente excitante. No importa la exageración. Nunca se exagera lo bastante:
-Es como si tuvieras un sol en cada ojo.
Se lo creen sin dificultad o, al menos, piensan que nos han sacudido tan fuerte con los ojos en cuestión que desvariamos por su causa.
-Tus ojos son como una sala azul con cortinas blancas.
No tema: todo vale.
-Me asomo a tus ojos y veo un mundo nuevo y misterioso.
Y, si quiere probar que la exageración es lo indicado, añada:
-Con árboles y pájaros cantando.
No le llevarán la contraria.
Con la palabra aplicada a la orografía femenina se pueden hacer diabluras. Cualquier lugar, recóndito o insignificante, puede convertirse en un poema: un lunar, el lóbulo de la oreja, los dientes, las pestañas, la pelusilla blanquecina del cogote, la punta de la nariz, el arco de la ceja.
Para que la palabra ejerza su máximo influjo hay que suministrarla acompañada con el sentimiento que el accidente orográfico causa en el corazón del hablante:
-Me asomo a tus ojos y veo un mundo nuevo y misterioso, con árboles y pájaros cantando. -atiendan a la segunda parte- Y siento una sensación profunda.
Puede que el sinvergüenza no sepa lo que es una sensación profunda, pero la homenajeada, sí. Lo importante para ella es que hace sentir.
Si las palabras comunican secretos, mejor que mejor:
-No se lo he dicho a nadie, pero las orejas de una mujer son como rosas, como flores.
Diga cualquier cosa de la frente, del flequillo, del mentón, pero no en público: hay que evitar las carcajadas de los otros varones. Cuente que conoce a las personas por las manos y que ella las tiene sensibles, precisas, de artista, aunque sean bastas. Una confesión sobre las manos nunca deja de causar efectos sorprendentes e íntimos.
Si ella, humilde, le comunica un profundo defecto, como que las tiene frías o calientes, niéguelo a toda costa y afirme que así le gustan más.
-Frías como el alba.
-Tibias como el mediodía.
Un buen sinvergüenza no ha de tener complejos. Al contrario, cuando haga un tratamiento vocal, a base de palabras escogidas, recale en los lugares más débiles de la estructura femenina. Convierta un ojo lloroso en un ojo brillante y sensible a la luz; diga algo inspirado de las puntas de la nariz frías y enrojecidas, como que prestan a su propietaria un aire de niña inocente: cuela siempre. Llame esbeltas a las piernas delgadas. No ceje y llame turgentes a los muslos gordos. Del pecho pequeño, afirme que la medida homologada le exige caber en una mano; del generoso diga que, según Aristóteles, la esfera es la figura más perfecta.
EN RESUMIDAS CUENTAS:
La orografía femenina, aunque dispuesta según los mismos planos, puede tener apariencias muy diversas en tamaño, forma, tacto y proporción, pero un sinvergüenza avezado sabe decir exactamente lo mismo de los elementos y protuberancias más distintos: qué pelo tan luminoso, qué cuello tan misterioso, que pecho tan atractivo.
REGLA DE ORO
Hacer un croquis discreto, pero encomiástico, del territorio de una mujer cualquiera abre muchas puertas, si es que uno cuida de olvidar el realismo viril. Nada de palabras como culos, tetas, barriga: caderas, pechos o senos, vientre... Otras, aún más directas, no las use nunca, aunque tenga el objeto a la vista .
El buen sinvergüenza ha de ser capaz de acostarse con una mujer sin que en ningún momento este hecho se refleje en su conversación. Si se ve forzado a hacer mención de ciertas maniobras, insista en que está buscando su alma: salva las apariencias:
-Busco tu alma para poseerte entera.
Signifique lo que signifique, hace su efecto. Y no es que las mujeres se lo crean todo, no. Pruebe a decirles que esta o aquella son perfectas y verá. Lo que sucede es que se creen casi todo lo maravilloso que se dice de ellas. Por dos razones:
A).- Ya lo han pensado antes.
B).- Ante la duda, creen que le han sorbido el seso y que las palabras del varón son hijas de la pasión.
Ignoran , las pobres, que el varón, una vez apasionado, gruñe en lugar de perder el tiempo hablando.
CÓMO ELEGIR PIEZA
Impuestos ya sobre lo que es la mujer y los tipos que resultan de su catalogación científica, el sinvergüenza aprendiz tiene que plantearse una pregunta clave: ¿Cómo elegir a la víctima?
Muchos hombres afortunados nacen con un instinto extraordinariamente preciso. Hay quien, sin estudios especializados, es capaz de entrar en un salón atestado de señoras y, tras una mirada panorámica, decir «aquella» con un margen de error del 0,1 por cien. Es un don.
O, mejor, un aspecto poco estudiado de la inteligencia práctica. Porque lo cierto es que la mujer, como los semáforos, se pasa el tiempo emitiendo una completa y complicada tanda de señales. Luz roja, ámbar y verde. Lo malo es que, a veces, emite rojo y verde a la vez, o ámbar y verde, y el éxito depende entonces del instinto .
En principio, la mujer aislada es más accesible que en grupo. Varias mujeres juntas descorazonan al hombre más curtido, pues le consta lo sarcásticas y escatológicas que pueden llegar a ser entre ellas. En pandilla, hasta las más tiernas se atreven a todo.
A todo. Recuerdo, como una amarga experiencia, la tarde en que pasé por delante de tres jóvenes estudiantes de COU. Silbaron a mi paso y una me dijo, con voz clara y precisa: Vaya carroza interesante! Así me gustan a mí!
Enrojecí en el acto mientras notaba la garganta seca y atenazada por una mano negra. Pero los hombres, lejos de buscar consuelo en las lágrimas, damos la cara al peligro y nos enfrentamos a lo difícil con una sonrisa.
Giré sobre mis talones, retrocedí hasta las chicas que me contemplaban zumbonas, y cogí el toro por los cuernos:
-¿Quién quiere tomarse una cocacola conmigo y hablar con un carroza?
Las tres, y muy contentas.
La mujer emite con los ojos, con la postura, con el movimiento y hasta con la evitación de mirar al que debe recibir el mensaje; pero nunca, nunca, con la palabra. Las palabras tiene que pronunciarlas el hombre para que ella se de el gustazo de fingir que decide cuando lo ha hecho ya. Antes de que el hombre tome alguna medida de aproximación, ella sabe si sí o si no .
Salvo en el caso de los muy expertos, el sinvergüenza normal debe evitar entrar en tratos con políticas o politizadas, con feministas (ir al Anexo II ), con casadas y con devoradoras de hombres, por los riesgos que implican y por la pérdida de libertad que suponen.
En general, el hombre maduro, de 35 a 45 años, tendrá más éxito con las jóvenes, mientras que el hombre joven lo tendrá con mujeres mayores que él: por lo visto la naturaleza trata de compensar las diferencias. También es un hecho que, tanto al hombre como a la mujer, a medida que envejecen, les gustan los antagonistas más jóvenes.
Otra norma que debe tenerse presente a la hora de elegir es que la mujer nunca, nunca, es lo que parece. Y nunca se porta tan bien con el hombre como al principio, durante el galanteo. Por eso el buen sinvergüenza, empeñado en cortar la flor del día, debe hacer lo posible para mantenerse siempre en esa fase insegura y hermosa.
Y tener siempre bien presente que es en ella cuando mayor peligro de enamorarse de verdad se corre: nada despierta tanto el amor como tratar con una persona que nos ama o lo parece: es muy contagioso.
A pesar de saber que la mujer nunca es lo que parece, el hombre tiene que fiarse de sus observaciones, y aquí surge el gran drama masculino: cada hombre tiene una especie de hado que le lleva una y otra vez hacia mujeres del mismo tipo, con las que puede pasarse la vida repitiendo una historia semejante.
El record de estas coincidencias, en contra del azar y de la voluntad, lo tiene un conocido que sólo, sólo, ha tenido que ver con mujeres cuyo nombre empezaba por «e». Naturalmente, antes de abordarlas él ignoraba esta circunstancia, pero por alguna extraña razón sólo se aproximaba a las es. De este modo, su vida ha sido un continuo ir y venir persiguiendo a Evas, Elviras, Esperanzas, Emmas, Elisas, Elenas... Es el hado que mencionábamos antes.
Hay quien sólo consigue morenas o sólo pelirrojas . Pero, en general, estos casos extremos, tan volcados en un sólo detalle, no suelen darse, y la maldición masculina consiste en el tipo psicológico de las mujeres a las que uno se hace adicto.
Es algo relacionado con las afinidades electivas. Sólo una clase de mujeres reacciona ante el particular encanto o método de cada hombre. Si sirve la experiencia, E.Libre no tiene reparo alguno en confesar que es víctima de las mujeres pensativas, bastante complicadas, algo intelectuales y cargadas de complejos. No necesita compasión, pero para él los amoríos no han sido un lecho de rosas.
Tan pronto como hay por las cercanías una mujer con la costumbre de bajar los ojos con aire pudoroso, meditabunda, algo tímida o retraída, ahí está él echándole los tejos: no puede resistirse al hado. Y es que sabe cómo llegar a su fibra sensible : es como un instinto.
Sin embargo, las que le gustan de verdad son las alegres y dicharacheras; las que nunca han leído ni a Sartre ni a Camus ni murmuran versos de Miguel Hernández o de Lorca en cuanto te descuidas; las que prefieren las comedias a las tragedias y, en general, aparentan tener menos sesos que un chorlito. Le gustan las coquetas zalameras, vanidosas, que piensan mucho en cómo agradar; superficiales, ligeras y despreocupadas. Pero ese tipo de mujer no se le da.
Cualquier aprendiz de sinvergüenza que se haya colgado las primeras dos piezas sabrá muy bien la clase de hado que tiene que soportar para el resto de sus días. Como si fuera un personaje de Esquilo, más le vale no intentar oponerse al destino y hacer lo que los dioses del amor han decidido que haga, o retirarse de la circulación haciendo penitencia en el matrimonio.
Una vez que sepa qué tipo de mujer es el único sensible a sus peculiaridades, debe tener una clara visión de los grados de dificultad con que se va a encontrar.
Psicológicamente no puede hablarse con razón de señoras más fáciles o más difíciles, salvo en casos extremos de furor uterino. Quienes deciden el comportamiento suelen ser las circunstancias; y las más favorables para los fines del sinvergüenza coinciden en una verdad indiscutible: la mujer que vive sola, lejos de la familia, sin controles diarios.
En este apartado pueden incluirse las divorciadas. Estas, además de vivir solas, están hechas, mal o bien, a la vida en pareja y, aunque hayan tenido motivos muy respetables para separarse, su humana naturaleza les hace mirar la cama vacía con bastante frustración.
No se pretende decir que todas las divorciadas sean fáciles, sino que muchas divorciadas pueden ser trabajadas con un alto porcentaje de éxitos, si el sinvergüenza practicante sabe jugar sus cartas.
Otras mujeres que viven solas pueden ser estudiantes lejos del hogar, funcionarias jóvenes trasladadas de aquí para allá... Su observación ha proporcionado al gremio un dato que no es anecdótico: un nivel cultural más elevado, lejos de poner en guardia a la mujer solitaria, la hace más vulnerable a las artimañas del sinvergüenza experto. A la experiencia diaria me atengo y al hecho de que la formación superior, al insistir más claramente en la igualdad de los sexos, desarma a la mujer frente a los razonamientos insidiosos del especialista. La cultura, como aquel que dice, es enemiga de la intuición.
Un buen cazador de señoras debe, antes de seleccionar su presa, conocer su estado civil, su profesión, sus circunstancias personales: si vive sola, con amigas o con la familia, o si ha sido abandonada recientemente. Debe observar meticulosamente sus costumbres en bares y cafeterías: la mujer que bebe, por ejemplo, se desinhibe que da gloria verla y, a poco que se pase en la dosis, experimenta unos calorcillos lascivos de los que se puede sacar partido.
Normalmente, es más fácil ser un sinvergüenza con la mujer que trabaja que con la que está en su hogar, porque las posibilidades son directamente proporcionales al número de horas que pasa en la calle, sometida a la excitante vida moderna.
La mujer que lee, por ejemplo, es más manipulable que la que no lee, suponiendo que sus lecturas sean novelas y no ensayos económicos: tiene una imaginación más receptiva. Lo mismo pasa con la mujer que trasnocha y, claro, con la mujer que ha tenido ya varias experiencias, por así decir.
Y la edad: cuanta más edad -dentro de unos límites- en las solteras, suele darse el caso de una mayor vocación hacia el acoso y derribo, antes de que se les vaya la juventud.
El que quiera la máxima dificultad para probar sus habilidades, que elija a una mujer joven, virgen, que viva en el domicilio paterno, que tenga que estar a las diez en casa, que posea elevados sentimientos religiosos y que sea conocida por su falta de imaginación.
Eduardo Libre, en su ya lejana juventud, pasó por una época en que la vanidad se le subió a la cabeza. Presumía de que no se le escapaba una viva, tal era la maestría alcanzada en la ejecución de sus perversos designios.
-Cualquiera. -solía decir en cuanto se mojaba los labios en sangría.
-¿Apuestas? -le respondieron una vez los testigos. Y el muy asno fue y apostó a ciegas.
Había una chica monísima en clase. Muy alegre, muy simpática y muy tierna, pero famosa por el modo que tenía de clavar los codos en quienes bailaban con ella y no pensaban en bailar. Todos, incluido Libre, habían intentado el asalto una y otra vez, siendo rechazados. Se despeñaban desde aquellas murallas.
Era virgen con toda seguridad. Muy joven, muy lista; buena matemática y, para colmo de desgracias, vivía con sus padres y no leía novelas de amor. Tampoco bebía ni fumaba. La novia perfecta, pero una verdadera desgracia para cualquier sinvergüenza.
-Esa. -le dijeron a Eduardo.
Hombre de temple, sonrió sin demostrar su profundo desánimo.
-Creí que me elegiríais a una fea, para fastidiarme. Pero me hacéis la cosa interesante con esta monada.
-Ya, ya.
Se pasó dos horas analizando la situación y proyectando arteros planes. Aún comprendiendo que estaba perdido no se rindió. Al contrario: fue en busca de la chica que, encima, se llamaba Inmaculada.
-Inma -le dijo-, me pasa esto y esto.
Le contó todo : su ligereza al pavonearse, su imprudencia al hablar después de beber sangría y cómo los amigos, convencidos de la dificultad absoluta, la habían elegido para la apuesta.
Ella se rió, porque era muy simpática y porque era halagador saber que tenía una fama tan limpia como el cristal.
-Todos te temen -siguió Eduardo, insidiosamente.- No ya los chicos del instituto y tus vecinos, sino los universitarios. Eres tan buena chica, tan imposible como plan, que procuran esquivarte.
-¿Sí? -dijo ella, no tan halagada.
-Claro. ¿Qué chico se va acercar a una muchacha como tú, sabiendo que no tiene ninguna esperanza?
-Tú lo has hecho. -respondió Inmaculada sin sonreír.
-Por una apuesta, pero me tocará pagarla como un caballero.
Ya hemos dicho que Inmaculada no era ninguna tonta y, como tenía talento para las matemáticas, razonaba con mucha lógica aunque sin comprender los abismos de la mente masculina:
-Entonces, ¿por qué has venido a contarme todo esto? Eduardo se felicitó en silencio por haber dedicado dos largas horas a la meditación:
-Yo ya sé que no te dejas ni coger de la mano, pero, aún así, se me ocurrió que a lo mejor querías burlarte de todos esos y fingir que salías conmigo.
-Si salgo contigo es que salgo contigo. -razonó Inma, implacable.
-Oh, mira: yo no pretendo que te enamores de mí ni mucho menos enamorarme yo de ti. Pero podríamos darlo a entender, para burlarles.
-¿Cuánto te has apostado?
-Cinco mil pesetas.
-Jesús!
Hay que advertir que hablamos de un tiempo pasado , no sólo mejor sino mucho más económico. Al cambio, aquellas cinco mil podían ser unas sesenta y cinco mil pesetas de hoy, lo que sigue siendo mucho para un estudiante que pasa poco tiempo en clase.
Tanto que Inma se apiadó:
-¿Qué tendría que hacer yo?
Desde el día siguiente los apostadores empezaron a encontrarse a Inma y a Eduardo en sus bares habituales, en su discoteca, bailando, en las calles usadas como paseo. Eduardo la recogía a la puerta del instituto y la devolvía, a la hora en punto, en la de su casa.
Por lo demás, era tan frío como un pez. Le hablaba de filosofía, o de deporte en ocasiones, pero, sobre todo, de otras chicas, tratando de demostrarle a Inma que ella era distinta y que no sólo la respetaba sino que no estaba dispuesto a ponerle un dedo encima.
La muchacha agradecía la delicadeza pero, como se sabía guapa y simpática, empezaba a preocuparse. De seguir así, asustando a los chicos que ya no se atrevían ni a aproximarse, veía venir una larga vida de soledad y aburrimiento.
-Si hubiera sido otra, ¿me hubieras contado lo de la apuesta o hubieras intentado conquistarme?
-Qué preguntas! -exclamó Eduardo, relamiéndose en silencio- Pero a ti no se te puede conquistar.
Ella enrojeció y se mantuvo en silencio durante un rato, analizando la situación sin duda.
-¿Por qué?
-Oh, bueno: tú no te fías de ningún chico. Y haces bien. No dejarías que te llevaran a los bancos oscuros ni que te dijeran tonterías sobre tus ojos mientras intentaban meterte mano.
Inma volvió a sus análisis, de los que salió fortalecida:
-Si no me llevas a esos bancos, ¿tus amigos se darán cuenta del truco? Algunos van por allí con otras, ¿no?
Se estuvieron hora y media en aquellos oscuros e inmorales asientos. Como Eduardo se mantenía quieto y silencioso, se aburrieron profundamente hasta que él señaló a una pareja que avanzaba:
-Es Ramón: un apostante.
Ella disimuladamente, bendijo a Ramón mientras Eduardo se aproximaba y pasaba un brazo por encima de sus hombros.
-Perdona. -se disculpó- Es lo habitual.
Puso la otra mano en la cintura femenina y aproximó su boca a la orejita:
-Así parecerá que te estoy besando.
Inma, herida, no se explicaba por qué aquel cretino desaprovechaba la ocasión de besarla de verdad. Eduardo, según decían las malas lenguas, no solía andarse con rodeos. ¿Carecía ella de sex-appeal? Quizá, porque tan pronto como Ramón y su pareja se perdieron en la noche, Eduardo soltó sus diferentes presas y se puso a mirar a las estrellas y a comentar los años luz que había entre la Tierra y la estrella Alfa de Centauro.
-Vuelve Ramón. -advirtió Inma al cabo.
Eduardo, con toda delicadeza, adoptó su posición de combate y murmuró al oído de la chica:
-Qué fastidio, ¿no?
-Sí. -dijo Inma, pero por otras razones.
Al dejarla a la puerta de su casa, Eduardo tuvo la humorada de recordar los acontecimientos del banco:
-Mira que si me hubiera querido aprovechar y te hubiera besado...
-¿Qué?
-Pues que ahora no querrías saber nada más de mí y perdería la apuesta.
Los amigos, seriamente preocupados al comprobar los avances que iba consiguiendo Eduardo, decidieron hacer trampas y contaron la historia de la apuesta a las chicas con las que salían, exigiéndoles discreción.
-Eduardo te está engañando. -le dijeron a Inma sus buenas amigas una hora después.- Ha apostado a que te conquistaba.
-¿Por qué me ha elegido a mí?
La amiga no perdió la oportunidad de echar unas gotitas de acíbar:
-Porque tienes fama de imposible.
-Pues Eduardo está muy bien. -se defendió Inma.
Los apostadores escucharon las noticias horrorizados: Eduardo estaba muy bien! Y lo decía aquella mujer fría después de saber que todo era un engaño. Miraron sus carteras con auténticos ojos de dolor.
-Ya están ahí. -dijo Inma aquella noche en el banco.- En cuanto les han dicho que no me ha afectado el chivatazo han venido a vigilar su inversión.
Eduardo adoptó su conocida posición de combate y notó que Inma se aproximaba más de lo estrictamente necesario.